Editorial
Cada primero de mayo, el mundo conmemora el Día del Trabajo en honor a las históricas luchas del movimiento obrero, especialmente la huelga de Chicago de 1886, que marcó el inicio de una nueva era en los derechos laborales.
Aquella gesta, que costó la vida de ocho trabajadores —cuatro de ellos ahorcados—, logró finalmente el reconocimiento de la jornada laboral de ocho horas, dando paso a un sistema más justo para quienes sostienen la economía con su esfuerzo diario.
En el Perú, esta fecha es feriado nacional. Se reconoce simbólicamente a los trabajadores de todos los sectores y niveles sociales. Sin embargo, cabe preguntarse: ¿realmente hay algo que celebrar? ¿O se trata simplemente de una costumbre heredada, vacía de contenido en la realidad actual?
La decepción de muchos trabajadores, especialmente en el sector público, se hace cada vez más visible. Jóvenes talentos migran en busca de mejores oportunidades, frustrados por una estructura estatal que premia el amiguismo, el “tarjetazo” y el pago de favores, por encima del mérito, la experiencia y la formación profesional.
La meritocracia, principio clave en cualquier administración eficiente, parece una ilusión en muchos espacios del Estado. Aún persisten prácticas que colocan a personas sin las competencias necesarias en cargos de alta responsabilidad, desplazando a profesionales calificados que sí podrían aportar a una gestión moderna, ética y eficiente.
El reciente caso en el Congreso de la República es un ejemplo elocuente. La designación de una bachiller como jefa de una importante oficina administrativa, propuesta por la Oficialía Mayor, ha generado rechazo en la opinión pública. La presencia de una fotografía del líder del partido político APP en su despacho, organización de la que es militante, añade un matiz político inaceptable para una función técnica.
La justificación del presidente del Congreso, también miembro de APP, no hizo más que confirmar los cuestionamientos.
¿Acaso no hay otros profesionales con mayores credenciales para ese cargo? ¿Por qué no se convoca a un concurso público transparente que permita la participación de jóvenes con vocación de servicio o expertos con trayectoria?
El problema no es nuevo. La administración pública está infestada de personas sostenidas por vínculos personales o partidarios, rotadas de puesto en puesto pese a sus magros resultados, solo para mantener sus privilegios. Así, se perpetúa un círculo vicioso de mediocridad y clientelismo que impide cualquier intento serio de reforma.
Mientras esto continúe, no habrá Día del Trabajo que merezca celebración. Lo que hay es una profunda deuda con quienes sí quieren construir un país más justo, profesional y eficiente. Urge una transformación integral del aparato estatal, incluso en entidades consideradas “modelos”, donde muchas veces el papel, las estadísticas maquilladas y los discursos rimbombantes encubren gestiones ineficaces.
No basta con saludar al trabajador. Hay que garantizar que el Estado valore, respete y premie el talento y la ética. Solo así el Día del Trabajo dejará de ser una fecha vacía y podrá volver a tener sentido.
¡Feliz Día del Trabajo, a pesar de todo!








